Cómo pasa el tiempo. Sin sentirlo, se ha cumplido el tercer aniversario de esta publicación digital, una de las primeras de esta universidad, que comenzó como parte de las actividades de la Escuela de Ciencias de la Comunicación, donde llevo laborando a tiempo completo casi veinte años.
Por Carmen González-Huguet
. No miento si digo que siempre quise publicar mis ideas y reflexiones en algún medio periodístico de nuestro país. Alguna vez aparecieron textos míos en Diario El Mundo o en el Suplemento Literario Tres Mil de Diario Colatino. Y paro de contar.
No fue por falta de interés de mi parte, ni de disciplina tampoco, aunque sé por experiencia que lo más difícil del mundo es darle continuidad a un esfuerzo. Escribir un texto de vez en cuando, sobre el tema que sea, es una cosa. Proponerse cada semana o cada mes escribir un artículo, una reflexión o el producto de un esfuerzo investigativo es otra cosa, y no importa sobre el tema que sea. La razón no es que carezcamos el hábito de reflexionar. Lo que más nos cuesta es poner por escrito nuestras reflexiones. Y, sin embargo, nunca como ahora es importante y muy necesario hacerlo.
En nuestros días es muy rara la persona que acostumbra llevar un diario, a pesar de que hoy tenemos a nuestro alcance facilidades y recursos que en otra época no existían. Basta con abrir un archivo nuevo en Word y ya está: no nos queda más que comenzar a verter en el papel todo lo que pasa por nuestra mente, lo que nos sucede a diario, las preocupaciones que nos embargan y los proyectos que deseamos emprender, con mayor o menor fortuna.
Pero si escribir nos cuesta, publicar es casi misión imposible. A muchos a quienes he preguntado: ¿por qué eso que me ha dicho usted no lo publica en un periódico?, enseguida me responden: “No, me da pena, no me atrevo, etc.”, como si el miedo a “hacer el ridículo” nos produjera una parálisis insuperable. Así, el primer censor, y acaso el más terrible, es ese pequeño “policía” que llevamos dentro y que nos acompaña a todas partes.
Y sin embargo… Sin embargo, esos mismos “penosos” no se contienen de opinar, a veces sin razón y con peores competencias lingüísticas, en las tan llevadas y traídas redes sociales, que vienen a ser como una especie de “mesón” de los de antes. En fin. Yo nada más quisiera aprovechar esta oportunidad para señalar lo obvio: lo mal que escribimos. He publicado, corregidos, tremendos “horrores” de ortografía de los que cotidianamente los periódicos me regalan verdaderas “perlas”. Y, por desgracia, los libros no se libran (por más que quisieran las editoriales) de esta plaga. Hace unos años, en una novela de un autor centroamericano (cuyo nombre no voy a mencionar) publicada por una prestigiosa editorial española, encontré la palabra Zipaquirá, que es el nombre de una ciudad colombiana muy famosa, escrita con una tremenda Ese mayúscula. Esto es imperdonable hoy en día, cuando los diccionarios están a un clic de distancia.
Pero el colmo ha sido, durante la presente cuarentena, toparme en plenos “Textos periodísticos” del Premio Nobel colombiano, con la maravilla del verbo “vertir”, que sencillamente NO EXISTE. El verbo es “verter”. Yo tengo la mala suerte de que los errores de ortografía me saltan a la cara como las larvas de aquella criatura extraterrestre: el xenomorfo de la película “Alien”. Y me atacan con la misma virulencia. Y para mí la tentación de corregir es irresistible, como esas personas que tienen que enderezar cada cuadro que ven torcido.
Es inevitable: he corregido rótulos mal escritos hasta en el Museo del Prado. Por cierto, el guardia se me quedó viendo feo cuando saqué un lápiz y coloqué una tilde diacrítica que hacía falta en el texto en mención. Las personas que me conocen lo saben: a diario sufro muchísimo por lo mal que escribimos en este país. Tanto, que a veces no compro el diario, ni lo leo en línea, porque ya sé que mi lectura va a convertirse en una sesión sadomasoquista: el periodista torturando al idioma y yo sufriendo con el pobre lenguaje maltratado de gratis.
No me va mejor con los noticieros televisivos. Si los periodistas destripan nuestro hermoso castellano con faltas de ortografía, sinsentidos gramaticales, signos de puntuación utilizados antojadizamente y demás plagas egipcias, los reporteros y comentaristas de la tele dicen cada barbaridad que dan ganas de cortarse las venas. Dejemos aparte cosas muy comunes como los terribles “dijistes, caminastes, comistes, vinistes, etc.” (ojo: lo correcto es dijiste, caminaste, comiste, viniste, etc.). He escuchado a una presentadora hablar “desde Jardines de la Sábana”. Es “sabana”, criatura. Sabana, sin tilde: esa llanura africana donde hace un sol de justicia, donde seguramente usted nació, a juzgar por la impropiedad con la que masacra el idioma.
No entiendo por qué la gente dice sandeces como la palabra esdrújula “diábetes”, con tilde en la “a”, cuando lo correcto es “diabetes”, con la fuerza de voz en la primera e. Tampoco encuentro la razón para usar un verbo como “aperturar”, cuando existe esa maravilla de sencillez que es el verbo “abrir”, tan conciso, directo y perfecto. Me resigné a que algunos empleen el verbo “accesar” cuando se trata de cuestiones informáticas, existiendo esa otra maravilla de sencillez que es el verbo “entrar”, que significa exactamente lo mismo. Pero a lo que no me voy a prestar jamás es a ocupar ese bodrio de “mandatar”. Aquí, y en Zipaquirá y en Melgar de Arriba, donde está descansando mi abuelo, en la provincia de Valladolid, la palabra correcta es: “mandar”.
He leído a gente que confunde “habré” del verbo haber, con “abre”, del verbo abrir. Y mejor no hablemos de los que escriben igual “haya”, del verbo haber, o bien el árbol, con “halla” del verbo hallar, “allá”, el adverbio de lugar, y “aya”, la niñera. ¿Cómo les explico que “haz” del verbo hacer no es igual, no significa lo mismo, y además se escribe diferente de “has”, del verbo haber? Y ojalá no me lo confundan con el “as”, la carta de la baraja, porque para destrozar la lengua de Cervantes somos peores que un híbrido maligno de “Termináitor” con “Robocop” y “Depredador”.
Pero lo peor es el pésimo uso que hacemos del verbo “deber”. Esta palabra tiene dos acepciones, según vaya seguida, o no, de la preposición “de”. Cuando decimos: “Mi papá salió a las cinco de la mañana. Ya debe de ir llegando a San Miguel”, lo que estamos haciendo es usar el verbo deber como parte de una suposición. Noten que el verbo va acompañado de la palabra “de”. Pero si queremos indicar “obligación”: “Usted debe asistir a clases a las 6:30 de la mañana”, no es correcto colocar la preposición “de” a continuación del verbo “deber”. Y en esta tierra en la que vivimos, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, todos, todos, salvo pocas y muy honrosas excepciones, tenemos que zamparle ese “de” que no tiene razón de ser.
En fin. Todo sea por Dios, como decía mi augusto padre. Felicidades a Tu Espacio en su tercer aniversario, y que cumpla más y mejores años, y que nos deje seguir compartiendo sus páginas con el mismo provecho. Hasta la próxima.
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