Siempre detesté los alacranes y nunca supe por qué hasta hace algún tiempo, cuando tuve la oportunidad de volver a ver aquella película titulada Marcelino, pan y vino (1955) donde Pablito Calvo encarnaba a un niño que moría víctima de la picadura de una de esas sabandijas. Perdón por no darles antes un spoiler alert. Imposible no llorar, sobre todo a los diez años, por la muerte de esa criatura encantadora que platicaba como la cosa más natural del mundo con el Cristo crucificado al que alimentaba a escondidas de los frailes.
Nacido en Madrid, el 16 de marzo de 1949, Pablito Calvo fue, de seguro, el primero, pero no el último de una serie de niños prodigio que nos regaló el cine español y que se engalanó con la voz privilegiada de Joselito, la belleza rubísima de Marisol (belleza inmortal, no obstante, la mano homicida de Pepa Flores que reniega de aquella época infortunada de su vida) y la voz maravillosa de una Rocío Dúrcal pre-Juan Gabriel y demás hierbas.
Me he venido a enterar (tarde como siempre, porque hace rato que he optado por vivir en este mundo lo menos posible) de la muerte de Pablito Calvo. Ocurrió en Madrid, en febrero de 2000, a causa de un derrame cerebral. Y me sentí entonces como si se me hubiera muerto un pariente lejano o un amigo de la infancia.
Seleccionado a los siete años para encarnar al personaje de Marcelino, Pablito Calvo alcanzó una notoriedad extraordinaria gracias a esa, su primera película, a la que siguieron dos más bajo la dirección del húngaro Ladislao Vajda (1906-1965), y otras cinco a cargo de distintas casas productoras, con las que alcanzó desigual éxito de taquilla. El destino de Pablito también fue distinto al de otros niños prodigio: de mayor estudió Ingeniería Industrial y se dedicó al negocio inmobiliario.
El final de su carrera cinematográfica, empero, fue muy semejante al de los demás niños actores de su época: no pudo superar la barrera de la adolescencia y tampoco el cambio de gusto del público, azotado por el cinismo rampante de una época mucho más áspera. El final de los sesenta y principios de los setenta, entre la guerra de Vietnam, Watergate y demás naufragios, no dejó espacio para la ingenuidad (o para la cursilería, según algunos) de historias como la de Marcelino.
Las cosas eran menos dulces e inocentes de lo que suponíamos, por supuesto. Nacida en 1948, la historia de Marisol-Pepa Flores apunta a ello. Al verla actuar en las películas que rodó en los sesenta bajo la dirección de Luis Lucia Mingarro, resultan evidentes su talento para el canto y el baile. Entre 1960 y 1969, Marisol filmó once películas: Un rayo de luz (1960), Ha llegado un ángel (1961), Tómbola (1963), Marisol rumbo a Río (1963), La nueva cenicienta (1964), Búsqueme a esa chica (1964), Cabriola (1965), Las cuatro bodas de Marisol (1967), Solo los dos (1968), El taxi de los conflictos (1969) y Carola de día, Carola de noche (1969). Hoy vive irreconciliada con su etapa de actriz infantil. Muchos, sin embargo, recordamos con dulzura a la niña de ojos de zafiro y voz angelical que cantaba “La vida es una tómbola, tom, tom, tómbola”, mientras tocaba la batería al lado de la orquesta de Augusto Algueró (1934-2011). Este señor compuso, entre otras cosas, la música de la famosa canción Penélope. La letra es de Joan Manuel Serrat.
Por cierto: dicen que Marisol andaba en esa época subiéndose por las paredes por Serrat. Y al parecer, el Nano se hacía “el de los panes”. Quién sabe. En historias de amor a veces ni los propios interesados saben en realidad qué sucede. Como sea, Augusto Algueró era un señor que sabía su negocio, y este era la música. En los setenta compuso para el excelente cantante que fue Nino Bravo (Luis Manuel Ferri Llopis, Ayelo de Malferit, Valencia, 3 de agosto de 1944-Madrid, 16 de abril de 1973) un par de exitazos titulados: Te quiero, te quiero y Noelia. Antes, en los sesenta, Algueró compuso la Chica ye-yé, canción que encaramó a lo alto del hit parade juvenil esa gran actriz que sigue siendo Concha Velasco (Valladolid, 29 de noviembre de 1939).
Nacido en Barcelona el 23 de febrero de 1934, Algueró compuso además la banda sonora de muchas películas, como El ruiseñor de las cumbres (Antonio del Amo, 1958) del mencionado Joselito, y varias de Marisol. También escribió una canción para Torrente, el brazo tonto de la ley (Santiago Segura, 1988), obra maestra del humor negro en clave española.
A despecho Hitchcock, que dicen que dijo que no hay que hacer películas con perros, con niños y con Charles Laughton (porque siempre te roban la escena), el cine español de los sesenta abundó en criaturas más o menos creciditas y talentosas. Una de ellas fue Rocío Dúrcal (María de los Ángeles de las Heras Ortiz, Madrid, 4 de octubre de 1944-Torrelodones, 25 de marzo de 2006), quien empezó a los quince, igual que Ana Belén (María del Pilar Cuesta Acosta, Madrid, 27 de mayo de 1951), y que, como esta última, logró hacer que su carrera musical y actoral cruzara el abismo de la adolescencia a la adultez sin mayor problema.
Cuando pasaban por Televisión Española Internacional el programa Cine de barrio revisité varias de esas cintas de los cincuenta o de los sesenta y reviví la época cuando, en mi lejana infancia, mi padre me llevaba a ver las susodichas pelis. Tal vez a él le gustaban porque añoraba un castellano pronunciado con todas las “ces” y las “zetas” como en su tierra, y no el español de Canarias que hablamos en El Salvador. Quién sabe. A lo mejor los domingos por la tarde no había absolutamente nada más que hacer. San Salvador era, como hoy y siempre, una aldea fea, triste e irresoluta donde casi nunca pasan cosas buenas. Y eso, como otras desgracias nuestras, no tiene remedio.
Datos de la columnista
Carmen González Huguet. Escritora y docente investigadora a tiempo completo en la Escuela de Ciencias de la Comunicación. Es miembro de la Real Academia de la Lengua salvadoreña. Recientemente, obtuvo el 37 Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística.